Las personas que afrontan dificultades extremas pueden acabar descubriendo dentro de ellos una gratitud que los lleva a recuperar la fe en la vida

Hace un par de años fallecía en Sídney el centenario Eddie Jaku, que se dio a conocer al final de su vida por su biografía El hombre más feliz del mundo. Al leer las memorias de este ingeniero judío, que en 1938 fue arrestado por los nazis e internado en varios campos de concentración, la felicidad brilla por su ausencia. Sin embargo, su narración sirve para ilustrar la decisión que tomó al salvar la vida milagrosamente. Tras lograr huir del campo de concentración en los últimos días de la guerra, sobrevivió en una cueva a base de caracoles, babosas y agua insalubre.

Habiendo contraído cólera y fiebre tifoidea, con sus últimas fuerzas se arrastró hasta la carretera. Lo encontró el Ejército norteamericano. Pesaba solo 28 kilos y tenía un 35% de posibilidades de sobrevivir. En ese estado incierto, tomó una decisión: “Me prometí a mí mismo: si salgo de esta, seré el hombre más feliz del mundo. Seré servicial, seré bondadoso”.

No sabemos si ese pacto consigo mismo ayudó a Eddie a sanar, pero en la vida que llevaría en Australia hizo todo lo posible para ser afable y solícito con todo el mundo. Prueba de ello es que viviría hasta los 101 años, recibiendo premios y reconocimientos.

En 2019 declaró que no odiaba a nadie, pese a haber perdido a gran parte de su familia y amigos en los campos de concentración, ya que prefería invertir sus energías en hacer todo lo posible por ayudar a su comunidad. ¿Es este un caso extraordinario? ¿O se puede ser feliz después de haber vivido adversidades extremas?

En una de sus frases más recordadas, Nietzsche afirmaba: “Lo que no nos mata nos hace más fuertes”, y algunos autores contemporáneos apoyan esta visión. En su ensayo Salir de la oscuridad, el psicólogo Steve Taylor analizaba los casos de una treintena de personas a las que un intenso trauma había despertado a la vida.

Uno de los más impactantes es el de la australiana Gill Hicks, una arquitecta adicta al trabajo que fue víctima de los atentados en el metro de Londres de 2005. Fue la última persona que sacaron viva de los restos del tren y a consecuencia de las heridas le fueron amputadas ambas piernas. Al iniciar su “segunda vida”, en sus propias palabras, empezó a valorar cada día, hora y minuto de una forma totalmente nueva. Tal vez porque había estado a punto de morir, por fin lograba disfrutar “de cada trago de agua, de cada gota de té o café, saboreando cada bocado de comida y recreándome en cada copa de vino”.

En otro testimonio recogido por Taylor, un suicida que se arrojó desde el Golden Gate de San Francisco tomó conciencia, mientras caía, de que deseaba seguir viviendo. Tras saber, en el bote de salvamento, que pertenecía al escaso 2% que sobreviven al salto, descubrió que la depresión que le había acechado sin cuartel había desaparecido. De repente, sentía una enorme gratitud hacia la vida que le daba una nueva oportunidad.

Su transformación encaja con el estudio que, en 1975, el psicólogo David Rosen llevó a cabo con las 10 personas que, por aquel entonces, habían logrado sobrevivir a la caída desde el Golden Gate. Todos ellos aseguraron haber vivido un despertar espiritual durante o justo después del salto.

Se trata de ejemplos extremos de resiliencia, un proceso que el neurólogo Boris Cyrulnik describe así: “Un trauma ha trastornado a la persona herida y la ha llevado en una dirección en la que le habría gustado no ir. Sin embargo, y dado que ha caído en una corriente que le arrastra y le lleva hacia una cascada de magulladuras, el resiliente ha de hacer un llamamiento a sus recursos internos (…), debe luchar para no dejarse arrastrar por la pendiente natural de los traumas”.

Quizá sea este el secreto de las personas de las que hemos hablado: cuando se rebasan los últimos límites de la desesperación, se descubre al otro lado una fortaleza y vitalidad que estaba anestesiada por el ruido de los pensamientos negativos.

La lección que podemos extraer de estos testimonios es que deberíamos ser capaces de apreciar la vida sin necesidad de estar a punto de perderla. Aunque sintamos que atravesamos un túnel, nos ayudará saber que hay luz al otro lado.

Tal como manifestaba el existencialista Albert Camus: “En lo profundo del invierno he aprendido finalmente que había un verano invencible en mí”.

Un entusiasmo inesperado

— Uno de los relatos más singulares sobre la adversidad fue el publicado en 2012 por Olivier Bouyssi. Tras sufrir un grave accidente en 1988, una transfusión de sangre infectada de VIH hizo que sufriera varios cánceres.

— En su libro explica las constantes visitas a los hospitales, así como los funestos diagnósticos que recibía. Tal vez fue esa provisionalidad la que le impulsó a vivir con una alegría y entusiasmo feroces.

— Ignoramos qué ha sido de Bouyssi desde aquella publicación, pero sabemos que al menos durante un cuarto de siglo fue Feliz contra todo pronóstico, como se titularon sus memorias.

Fuente: elpais.com

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Un trauma puede descubrir una fortaleza personal
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